Las palabras, como sabemos, cambian de significado y para un musulmán del África central, el término se utiliza como sinónimo de “blanco”, más que de “cristiano”. Hasta el abuso, diría yo, después de haber estado unos días en esta parte del mundo. Al principio que la palabreja esté en boca de todos los locales, independientemente de que sean amistosos o no, hace una cierta gracia. A todo el mundo, digo yo, le gusta la experiencia de sentirse por un ratito como un perro verde comiendo margaritas azules. Pasado un tiempo, la cosa cansa. Luego, cuando se escucha que al “nasara”, además hay quien lo llama “cochon” (cerdo), la cosa empieza a pintar bastos. Pero no hay que alarmarse antes de tiempo, ni llamar a SOS Racismo para que nos asista, ni a las fuerzas de la ONU para que nos rescaten. Se trata de un malentendido cultural. En toda la zona del Sahel, los niños juegan libremente por unas calles escondidas bajo un palmo de un polvo blanquecino. Al final de la jornada, cuando vuelven a sus casas, estos niños están “blancos” de tanto polvo. Afortunadamente, las madres centroafricanas, que para eso son madres, solucionan el problema a base de agua y jabón. En casos desesperados, que también los hay, se recurre
al estropajo. Resultado: los niños vuelven a lucir y recuperan su negro-negrísimo, color original. De ahí lo de lo “blanco” equivalga a “sucio” cuando lo “negro” es lo “limpio”. Menos mal que sólo es eso. Cuando se viaja hay que mantener las orejas limpias, escuchar sin prejuicios e intentar
entender.
Jordi Abayá, periodista
Publicat a Revista del Vallès (18/4/2008)
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